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LAS CUATRO LLUVIAS ‐ Tazoctli: Corazón de Obsidiana

Marchamos a la tierra donde habíamos propuesto la batalla decisiva con Tazoctli. 10,000 hombres y acompañados del Emperador Elivander Gagnon, el hombre más grande de toda Lámperios. 500 hombres de las mejores tropas del Emperador, las más valientes y admiradas por todos los ejércitos quien destacaban por ser guerreros muy hábiles. Sabíamos que iba a ser una lucha grande pues el valle era tan vasto que apenas podíamos distinguir montañas en el horizonte. Avanzamos despreocupados, emocionados por ganar el continente en esta batalla. Cantamos al unísono del viento que ondeaba las banderas gloriosamente mostrando el orgullo de las distintas naciones de Lámperios que nos acompañaban. Dejamos de cantar cuando apareció una densa niebla, y cayó un poderoso rayo advirtiendo de lo que vendría adelante. La lluvia comenzó fuerte pero no nos detuvo. La tormenta era diferente a cualquier otra, pero no tuvimos tiempo de pensar cuando de repente la tierra tembló, rocas saltaban y del horizonte algo apareció. Una gigantesca pirámide atravesó la pesada niebla, el sol se posó en la cima de ella, y todos empezaron a murmurar en pánico. Se oscureció la tierra y el cielo se pintó de un atardecer maldito. A los costados de la pirámide habían enormes piedras de obsidiana con forma de la punta de una lanza, dónde se encontraban en fila cientos de cuerpos estocados en cada de las seis colosales piedras negras. Mientras avanzaba apenas notamos las gigantescas figuras de piedra que arrastraban con cadenas de záfiro, la inmensa estructura triangular. El miedo se apoderó de todos, nos quedamos paralizados ante la sombra envolvente de la pirámide que parecía volverse más grande. Todos queríamos oír la palabra del Emperador que nos daría la fuerza con sus palabras de seguir adelante; sin embargo por primera vez en su vida se paralizó de miedo. El Emperador apretó los puños, no podía dejar que nada lo detenga. Y así fue que a todos nos dijó: "Nada puede detener a mi ejército, pues he de ser yo quien porte la gloria de mi bandera por toda Gelaíma. Así será que los Dioses me proclamen su hijo digno." Los soldados nos sonreímos del uno al otro y decidimos dar otros pasos juntos hasta que un rayo cambió la lluvia a sangre. Y del cielo fue que de los inocentes caían sus restos, la lluvia de sangre tiñó el césped coloreándolo a un reluciente carmesí. Los rostros de todos cambiaron y el pánico regresó. La pirámide nos alcanzó, alzamos los escudos preparándonos para la batalla. El viento resopló violentamente en el cielo y de las nubes se escucharon gritos que poco a poco se acercaban a nosotros. Miraron todos hacía arriba con los ojos cada vez más abiertos. Cientos de hombres atravesaron las nubes y gritando, cayeron al suelo. Eran los hombres del batallón que se perdió la otra semana pero ahora se convirtió en la lluvia de carne. Solo los escudos nos protegían de que los cuerpos nos destrozaran al chocar. Restos humanos, órganos y tripas era lo que veíamos entre nosotros. Ya no distinguía el sonido de la lluvia con todos los gritos del ejército. Sin pensarlo algunas escuadras salieron a huir del campo de batalla, chocando entre sí como hormigas asustadas de un chorro de agua. Solo era caos, una pesadilla, el infierno en la tierra pero esto apenas había comenzado. Fuego se escuchó de los cielos, y las estrellas cayeron hacía nosotros. Era la lluvia de fuego que venía a acabarnos a todos, no paraba y seguía cayendo con más ardor. Cenizas interminables, gritos agonizantes, solo quería arrancarme el cabello de escuchar tan terrible unísono de sufrimiento a mi alrededor. Cuando pensamos que se había acabado, el cielo oscuro brilló con los reflejos de la piedra negra. La lluvia de obsidiana cayó a los sobrevivientes del fuego, y a los cobardes que trataron de huir. Cortaron gargantas, destrozaron cabezas y desaparecieron torsos enteros. No sabíamos nada del Emperador, solo queríamos salir de la pesadilla pero en el peor momento llegaron sus tropas. El silbato de la muerte retumbó para aterrar a todos. Cargaron hacía nosotros sin piedad y sin otra opción nos defendimos. No quedaba nada más, no teníamos esperanza ni fuerza. Más bien queríamos morir después de ver tal masacre y atrocidad de genocidio. No tuve nada más que hacer más que llorar y suplicar a los Dioses que acaben con todo.

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