La furgoneta, una noche más, comenzó a rondar por los callejones en los que se apostaban las prostitutas. El conductor negoció con una de ellas, y la mujer se montó en el vehículo sin sospechar que acababa de firmar su certificado de muerte.
Después de una sesión de sexo en lo más profundo del bosque surcado por el Río Verde, el asesino apretó el cuello de su víctima, hasta que la falta de aire acabó con su vida.
Con el cuerpo cargado sobre sus hombros, el estrangulador de Green River recorrió varios cientos de kilómetros, hasta llegar a un enclave en el que se encontraban los cadáveres semienterrados de varias mujeres.
Era el particular vertedero humano de una bestia en cuerpo de hombre: Gary Ridgway, un ser atormentado por una infancia en la que su madre lo acosó hasta llenar su cabeza de traumas… y de un odio hacia la figura de la mujer.
El asesino regresaba a veces a aquellas coordenadas malditas. Sin ningún reparo por la descomposición de los cuerpos y el por el olor pestilente que emanaba de ellos, volvía a tener sexo con aquellas malogradas prostitutas, medio centenar, según la condena que cayó sobre Gary… más de setenta, según el recuerdo del propio psicokiller. La práctica de la necrofilia, como él mismo reconoció, le producía un intenso placer.
No sería hasta finales del año 2001, ya implantadas las nuevas tecnologías de estudio del ADN, que nuestro protagonista pudo ser detenido y juzgado, siendo condenado a 45 cadenas perpetuas consecutivas. Actualmente permanece entre rejas en la Penitenciaría del Estado de Washington.